El inicio de la finca lo describe Miriam Álvarez Brenes en su memoria, capítulo “La Finca”, p. 115. publicada en el 2017 por la Revista Bibliotecas de la Universidad Nacional de Costa Rica. Memorias de Miriam Álvarez Brenes, Volúmen 35, N 2 (2017) Edición Especial. https://www.revistas.una.ac.cr//index.php/bibliotecas/article/view/9657/11547
Las fotografías presentadas a continuación son las únicas que nos quedaron de estos años. Si bien no son de la mejor calidad, presentan el bioregionalismo de esta finca, que en ese entonces eran 7 hectáreas. El límite norte incluía la hermosa catarata, la cual estaba aislada por un bosque primario en esos años. Tres hectáreas, incluyendo el borde que conlinda con la catarata, fueron vendidas en los 80’s, y el nuevo dueño la dividió en tres fincas.
El tío Jorge fue el eje central del proyecto en los 70s. Un hombre dedicado a la agricultura toda su vida, solitario, muy inteligente y creativo. Sus soluciones para los problemas, salieron de su propia experiencia y de experimentación. No sé qué fue más intenso: si su fuerza física o su carácter. Nosotros lo amábamos y nos encantaba irnos a pasar temporadas con él en la finca, diz que a trabajar, ayudarle, mejor dicho, a ponerle más trabajo. Ese hombre bravo y encarado, nos cocinaba comiditas y nos contaba historias de su vida en las montañas de Tierras Morenas, Guanacaste, a la luz de una linterna pues no teníamos electricidad; al calor de la cocina de leña. Como siempre ha llovido tanto en esta zona, fueron muchas las horas que pasamos sentados, embobados con sus historias, y luego aterrados al irnos a dormir en una oscuridad absoluta, pues la mitad de los cuentos tenían sus componentes mágicos.
Las mejores vacaciones en la finca eran cuando la tía Claudina, su esposa, también se iba a la finca. Mauricio y yo “nos colábamos,” y así disfrutábamos doble: los cariños y delicias que preparaba Claudina y las aventuras con Jorge, que cuando Claudina estaba ahí, era atento y galante con ella, hasta ramilletes de flores recuerdo le llevaba. Pero como él era fuera de serie, nos ponía a a aprender a defendernos, moquetazos, llaves, a mandar patadas al aire, lo más alto que pudiéramos o lo peor para mí: subirnos al tope de un ciprés. Todo esto tenía fin cuando Claudina les ponía fin al salir de la casa y encontrarnos en esas acrobacias, los cuales se agudizaban al aullido de los coyotes, la lluvia y rayería.
Eso sí, cuando hacíamos alguna tontera, por iniciativa propia, se enfurecía y lo mejor era irse de ahí, aunque tuviéramos que caminar los 4 km para tomar el bus, y debajo de un buen aguacero.
Como era tan bravo, y yo medio insolente, tuvimos uno que otro encontronazo, y no nos hablábamos por temporadas. Siempre le agradeceré a Claudina y a su hija Marta Eugenia, sus intervenciones para reconciliarnos, las cuales, por suerte siempre funcionaron. Al morir Jorge, la finca cambió radicalmente.
En nuestra época de Universidad se convirtió en la guarida de paseos de verano, Semana Santa y hasta las vacaciones de medio año, cuando nos dedicábamos a jugar cartas, fumar e ingerir destilados debajo de aguaceros torrenciales. Son muchos los recuerdos y Mauricio, casi que con la misma tenacidad de Jorge, ha logrado mantener esta casita que construyó el tío hace más de 45 años.
— Alejandra